Este señor estacionó su automóvil justo a la entrada del pasaje y tocó insistentemente la poderosa bocina hasta despertar a los habitantes de la callecita. En cinco minutos ya estaban todos alrededor del auto, entre dormidos y asustados, preguntándole qué sucedía.
Álvaro Rueda , mostrándoles un plano, les anunció la terrible noticia:
- Señores vecinos, yo soy el dueño de este terreno. Lamento comunicarles que la semana próxima desaparecerá el Pasaje de la Oca. Haré demoler todas las casas, puesto que aquí construiré un gran edificio para archivar mi valiosa colección de estampillas... Múdense cuanto antes -y, despidiéndose con varios bocinazos, puso en marcha su vehículo y se perdió en la avenida.
Por un largo rato, los vecinos del Pasaje de la Oca no hablaron, no lloraron ni se movieron: tanta era su sorpresa. Parecían fantasmas dibujados por la luna, con sus camisones agitándose con el viento del amanecer.
Más tarde, sentándose en los cordones, estudiaron diferentes modos de salvar el querido pasaje:
1) Desobedecer al señor Rueda y quedarse allí por la fuerza.
Pero esta solución era peligrosa: ¿Y si Álvaro Rueda -furioso- ordenaba lanzar las máquinas topadoras sobre el pasaje, sin importarle nada? No. En ese caso, lo perderían sin remedio...
2) El Pasaje de la Oca podría ser enrollado como un tapiz y trasladado a otra parte; solución que fue descartada: -¡No! ¡Imposible! ¡Se quebrarían todas las copas! ¡Se harían añicos las jarras y los floreros de vidrio! ¿Cómo salvarían los espejos?
3) Podrían contratar a un hechicero de la India para que colocara el pasaje sobre una alfombra voladora y lo llevara, por el aire, a otra región. Pero la India estaba lejos de allí... y el viaje por avión costaba demasiado dinero...
Ya estaban por darse por vencidos, resignándose a perder su querida callecita, cuando el anciano don Martín tuvo una idea sensacional: - ¡Viva! ¡Encontré la solución! Escuchen: nos dividiremos en dos grupos y cada uno tomará el pasaje por un extremo. Los de adelante tirarán de la calle con todas sus fuerzas y los de atrás empujarán con vigor. De ese modo, podremos despegarla y llevarla -arrastrando -hasta encontrar un terreno libre donde colocarla otra vez. ¡El Pasaje de lo Oca no será destruido!
-¡Viva Don Martín! -gritaron todos los vecinos, contentísimos. Y esperaron la noche para realizar su extraordinario plan.
Fue así como, cuando toda la ciudad dormía, los habitantes del Pasaje de la Oca lo tomaron de las puntas y empezaron la mudanza. Despegarlo fue lo que más trabajo les costó, porque arrastrarlo no resultó dificultoso. El pasaje se dejaba llevar como deslizándose sobre una pista encerada.
Pronto encontraron la avenida, suficientemente ancha como para permitir el paso de la callecita... Y allá fueron todos -hombres, mujeres y niños -, llevándose el pintoresco pasaje a cuestas, como un maravilloso teatrito ambulante, con sus casitas blancas y humildes bamboleándose durante la marcha, con sus faroles pestañando luces amarillentas, con sus sábanas bailando en las sogas de las terrazas bajo un pueblito de estrellas echado boca abajo.
La mañana siguiente abrió sus telones y vio al Pasaje de la Oca instalado en el campo. Allí, sobre el chato verde, lo colocaron felices. Esa noche celebraron una gran fiesta y los fuegos artificiales estrellaron aún más la noche campesina.
A la mañana siguiente, cuando el señor Álvaro Rueda llegó, seguido por una cuadrilla de obreros dispuestos a demoler el pasaje, encontró el terreno completamente vacío.
- ¡El callejón desapareció! -alcanzó a gritar antes de hacer desmayado.
Y nunca supo que la generosidad del campo había recibido al pasaje, callecita fundadora del que, con el correr del tiempo, llegó a ser el famoso PUEBLO DE LA OCA.
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